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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

jueves, 24 de abril de 2014

INTRODUCCIÓN AL MUNDO MÀGICO

(Sobre el libro y la lectura)

Jorge Luis Roncal

Ahora que coger un libro y salir a la calle para ir a trabajar, o pasear o ir a visitar a alguien, es una cosa absolutamente natural, con frecuencia me pregunto cuándo y en qué momento se me pegó esta costumbre, este hábito, este vicio por la lectura…. Entonces me doy un par de vueltas por mi infancia y, la verdad, no me parece que sea el colegio ese lugar, ni mis primeros años escolares el momento en que eso ocurrió. Más bien creo que son las narraciones orales que mis tíos nos contaban después de la comida. Mi tío Amancio, que era primo de mi madre, nos encandilaba con sus historias de aparecidos, duendes y fantasmas.

Cuando descubrí la lectura al ingresar al colegio, quise encontrar esas historias pero hallé las parábolas y milagros que hay en los libros de religión. A mí me parecían de una belleza realmente mágica. Creo que estas narraciones inocularon en mi sangre el virus invencible de la lectura.

No había muchos libros en casa, sólo los del colegio de mis hermanos mayores. Los de primaria ya me los sabía completitos. Entonces, ataqué los libros de lectura que mis hermanos iban dejando. Recuerdo la serie de Bruño: en 3ro. Cuesta arriba, en 4to., Más arriba, y en 5to., En la cumbre, etc. Estos libros que leía y releía en casa, hasta casi saberme de memoria todos los cuentos, fábulas y poesías que traían, creo que fortalecieron en mí el hábito de la lectura.

Un regalo decisivo

Así me la pasaba cuando de pronto, tendría yo 8 años, tuve una sorpresa muy agradable, una experiencia inolvidable: mi padre trajo un paquete de 4 libros de la serie Populibros Peruanos.
Para mí fue el mejor regalo en mucho tiempo. Recuerdo, por ejemplo, el libro de cuentos de Ribeyro, Las botellas y los hombres, o esa gran obra teatral Collacocha, de Enrique Solari Swayne. Ahora, con los años a esa serie le encuentro mil defectos, pero en mi despertar como lector invencible, era perfecta.

Con mi dominio precoz de la lectura, además del ejercicio de la memoria para las historias, personajes y ambientes, pude salir adelante en el colegio. Compensé así mi antigua desidia y pereza para escribir en los cuadernos y responder los cuestionarios de todos los cursos, cosa que ya en ese tiempo me parecía absolutamente inútil.

Tan inútil me parecía ese trajín que cuando mucho más adelante fui contratado como profesor del curso de Lenguaje y Literatura, de 1ro. A 5to. de secundaria, mis alumnos no usaban cuadernos. En las clases hacíamos un círculo sentándonos sobre las carpetas, leíamos y comentábamos cuentos, poemas y fragmentos de novelas. Naturalmente, al siguiente año no me volvieron a contratar pues no llenábamos cuadernos, pero yo estoy convencido de haberles dejado algo a esos magníficos muchachos del colegio Gauss de Carabayllo, en Lima.

Pero volviendo a mi relato, terminé 5to. con diploma de aprovechamiento gracias a la lectura. Las pálidas notas que obtenía en ciencias (francamente pasaba con las justas, ayudado a veces por el vacacional), eran compensadas con las alentadoras calificaciones en los cursos de letras.

Si de inversión del tiempo se trata, sólo el fútbol competía con la lectura en mis años de adolescencia. Cuando ya trabajaba como trabajador de multas, tuve más tiempo y dinero para leer. Mi tiempo lo ocupaba así: de 9 a.m. a 12 m: recorría establecimientos comerciales en todo Lima, primero las zonas industriales y luego las zonas céntricas, de modo que después de almorzar me quedaba de 4 a 5 horas para leer, y lo hacía hasta las 8 p.m., hora en que desfilábamos por la oficinilla de cobranzas a recibir nuestro porcentaje por el pago de las benditas multas. Eso sin contar lo que ya se había convertido en mí una genial deformación para cultivar mi vicio: todo el tiempo que pasaba en los carros, no sólo sentado sino también parado, en posiciones que llegué a dominar casi a la perfección, con el vehículo, vacío o repleto de gente, me la pasaba leyendo.

Me pasaba horas de horas en la Biblioteca Nacional o echado en los parques de Lima, preferentemente el Parque Universitario, o también en largas caminatas por la Parada o por el Centro de Lima, en busca de los libreros o vendedores de libros usados, de donde procede buena parte de mis libros viejitos.

Para ese tiempo, ya había empezado a cultivar, con un poquito más de seriedad, una afición que comencé en la secundaria: a solas, casi escondido, escribía versos y más versos tratando de emular a los brillantes poetas que leía en libros empastados o antologías.

Números y letras

Así, no resultó extraño que al entrar a la universidad, y matricularme en Ingeniería Industrial, más por estar junto a mis compinches del fulbito que por vocación, mientras los profesores se mataban explicando en la pizarra fórmulas y problemas de los cursos de análisis matemático y química, yo me dedicara a leer y leer cuentos, novelas y poemas que escondía bajo la carpeta.
Como tampoco fue raro que en dicha facultad no durase más de un par de ciclos, durante los cuales no creo haber aprobado más de dos cursos. Tenía apenas 17 años y me dediqué a trabajar –según mi familia, seguía siendo un aplicado estudiante sanmarquino y futuro ingenier – en diversas ocupaciones.

No tengo la menor idea de cuántos libros habré leído en esa etapa, pero fueron muchos, muchísimos, sobre todo de autores peruanos. Por eso, cuando luego de algunos años, ya el 76, inicié estudios de Literatura en la Universidad de San Marcos –lo que mis padres descubrieron al borde de la desesperación-, tenía una inocultable ventaja en las lecturas sobre mis bisoños compañeros cachimbos.

En los estudios universitarios, la lectura se hace más organizada, más ordenada y crítica, pero con frecuencia también más fría, menos mágica, menos espontánea. La incipiente renuencia a responder por escrito los cuestionarios, que cultivé en mis años infantiles, en la universidad alcanzó rango de teoría: la lectura obligatoria mata con alevosía la magia y el placer de leer.

Recuerdo el rostro compungido de un profesor y poeta sanmarquino, muy importante en mi formación universitaria, cuando un compañero y yo nos negamos a responder un nutrido cuestionario en un control de lectura, aduciendo que tal método era absolutamente escolar, por decir lo menos.

Especie rara: ¿en peligro de extinción?

Por ello, hoy, con más de 50 años, así como sigo correteando detrás de una pelota de cuero, sigo robándole tiempo al tiempo y leo en todo sitio y en todo momento, soy el aguafiestas, el iluso, el ocioso. Y por eso mismo, cuestiono frontalmente a los profesores que armados de cuestionarios, investidos de una seriedad que no es auténtica, ahuyentan de la lectura a sus alumnos endilgándoles la tortura de examinar con detenimiento y mediante interminables cuestionarios, obras que se han hecho para, en primer lugar, ser disfrutadas.

Tal vez sea ésta la causa de que me haya dedicado a la incomprendida labor de editar libros, casi todos de lectura, de autores casi desconocidos, y que disfrute con eso, a pesar de las deudas, de las caras largas a la hora que falta el dinero, de las estafas que te acechan a la vuelta de la esquina.

La lucha por la sobrevivencia, las inquietudes políticas, los trajines amorosos, si bien es cierto restaron tiempo al hábito de lectura, no lo han anulados porque, y esto sólo es entendido por los miembros de nuestra especie, porque cuando la lectura como adicción penetra en nuestras vidas lo hace para siempre, a costa de todo y de todos.

Fuente: Facebook de Jorge Luis Roncal.

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