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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

miércoles, 21 de junio de 2017

Narrativa: Entre pecados y rezos (Cuento)

Por Palujo.

QUE EL SANTO AGRICULTOR muchas veces ha bajado   de   su   altar, ya todos lo sabemos.  Bastaría   con   agudizar los oídos en los velorios, para poder comprobarlo; allí se podrán escuchar sucesos increíbles que hasta parecieran, pecaminosos. Hay quienes afirman, como los que juegan naipes en las noches, que nuestro venerado agricultor milagroso y el Toñito de las pencas, arman tremendas jaranas cuando visitan la cueva de la virgen patrona de un vecino distrito, acompañándose además por la dulce virgen del Caramelo, santa patrona de la provincia.

Otros, los más trasnochadores y audaces, aseguran que sonámbulas devotas, luego de adormilar a sus maridos con poderosos somníferos, ingresan en las madrugadas a la iglesia y aunque no saben la hora en que salen, dicen que al aclarar el día, los feligreses, ya en la primera misa de las seis de la mañana, observan sorprendidos que el Santo amanece pálido, ojeroso, con la ropa desaliñada y el pelo todo revuelto.  

En la tarde, cuando subrepticiamente preguntan a las sonámbulas; éstas, por supuesto, como les pasa a los borrachos malcriados cuando ya están sobrios, dicen no acordarse nada. Bueno; eso, cuando no había curita en el pueblo; porque desde que el   Episcopado   envió uno, ya nadie señala al santo del arado y los bueyes.

Pero la historia que más se acerca a la verdad, es la que ha dejado testigos y de la que no cabe ninguna duda; como diría don Tulio Boreira “si quieren pregúntele a mi compadrito Samuel”, cuando este viejito, había estirado la pata hace más de veinte años.

Una semana antes, los brujos, dos forasteros que vivían ya muchos años en el pueblo, habían anunciado lo que ocurriría. Como era de esperarse, todos se burlaron de ellos e incluso casi los sacan en burro; en especial a la bruja Tarcila que era la más mala y la que —dicen— se convertía, del cuello para abajo, en pava negra que pesadamente volaba por las noches.

El viejo Crisóstomo, que tenía su casita de paja al comienzo del ascenso al cerro Lanchapata,  bordeando  la   quebrada  de   la  Quintilla,   dijo  que   los  vio  pasar volando sobre dos escobas de chamisa, de esas con que nuestras abuelas limpiaban sus hornos para hornear el pan. El anciano juró, rejuró y perjuró pero nadie creyó en sus palabras y ese mismo día murió. Su cuerpo fue encontrado negro, carbonizado y sólo sus ojos permanecían blancos e intactos, pero desorbitados, como si los brujos hubiesen querido demostrar su poder para que, en otra oportunidad, no abriesen la boca los que vieran semejantes pájaros voladores.

 Ni Tarcila la bruja, ni el brujo Edmundo explicaron por qué Satanás subiría de los infiernos al pueblo. Lo único que dijeron, gritando desde la acequia madre, es   que   Satán   lo   tomaría   el día menos pensado; luego desaparecieron. La rara muerte del viejo Crisóstomo, antes que se cumpliera la amenaza de los brujos, no fue la única desgracia que tuvo que soportar el pueblo.  Un anciano que  fue  a  cortar  un eucalipto  para  tener  leña resultó  muerto, aplastado por el  pesado árbol. Don Alcibíades Sánchez fue sepultado por un “cerro” de arena cuando trabajaba por el Oratorio, cincuenta metros arriba del cementerio. De “Oxford”, atravesado sobre la montura de una mula, trajeron a un policía que se había suicidado en un arrebato de desamor. Varios malos hijos dieron muerte a su propio hermano por un miserable plato de lentejas o un pedazo de tierra, herencia de su padre.

Así podríamos enumerar muchas   muertes a cual más extrañas; pero, creo, que   con éstas bastan para formarnos una idea del ambiente de angustia y desesperación en que se encontraban los habitantes de nuestro pequeño distrito.  Todos desconfiaban de todos, y el curita en cada una de las misas de difuntos de cuerpo presente que tuvo que oficiar, había invocado a los asistentes a caminar por el sendero del bien, a cumplir con los mandamientos de la Ley de Dios; porque, dijo, había advertido en la mayoría de los pobladores un desprecio por el prójimo, un desprecio por el sufrimiento de los más humildes, de los que padecen hambre y miseria; burlándose año tras año de ellos, al celebrar las fiestas “religiosas” despilfarrando miles de dólares en castillos y corridas de toros, sin darse cuenta que el verdadero pueblo ya no goza de estos espectáculos estériles, porque en su famélico estómago hace estragos el hambre y por su cerebro revolotea un futuro incierto.

¡Cambiad hermanos míos!, invocaba el párroco, ¡no se dejen tentar por el demonio! Pero el pueblo, como siempre, después de las misas, olvidaba todo, a pesar de las advertencias de los brujos, del clamor del curita y de las continuas y trágicas muertes. El único que no desviaba su camino y andaba con el corazón en la mano y con los sentidos siempre alerta, era el sacerdote; porque estaba seguro que los últimos sucesos no eran simples coincidencias.

No  pasaron muchos  días hasta  que el  preocupado hombre de la iglesia, al medio día de un viernes de sol, descubriera al demonio: lo delataron sus huidizos ojos,   su   cuchichear   permanente   con   las   gentes,   su   actitud   corruptora   y divisionista de enfrentar, vía chismes y el dinero sucio, un barrio contra otro, una familia contra otra, un hermano contra otro y hasta un amigo contra otro. Se miraron por unos segundos y Satán ya no pudo por más tiempo ocultar su careta de buen vecino. El curita, con rapidez increíble, tomó en sus manos el crucifijo de madera que llevaba colgado en el pecho. Satanás con sus ojos llenos de odio soltó una estentórea carcajada y gritó:

—¡Ahora que sabes quién soy anda ve y arrodíllate ante tu Dios y dile que acá en éste pueblo el que manda soy yo, ¡… nada ni nadie podrá oponerse a mis deseos!

Las fuertes carcajadas de Satanás se retumbaron con eco por todo el pueblo. Una especie de energía   eléctrica   sacudió   las   columnas   vertebrales   de   los poblanos, poniéndoles la piel como el pellejo de gallina y, cuando llegaron todos corriendo a la plaza mayor, quedáronse boquiabiertos. Satán… era el alcalde del pueblo y llevaba puesto un impecable terno azul noche y su cabeza, que antes era la cabeza de un hombre de bondadosa apariencia, se transformó en una masa de color rojo con ojos, nariz y boca deformes que se movía en círculos y que miraba a los cuatro costados, sin dejar de reír a carcajadas, sacando de rato en rato una finísima lengua rodeada por largas llamaradas de fuego y humo negro y pestilente que brotaba por lo que antes fue su nariz.

Por un momento reinó un silencio desesperante, para dar paso a ensordecedores   conjuros, maldiciones y condenas de  Satán; mientras con sus garras, que en fracciones de segundos brotaron de sus dedos, arrancaba su saco convirtiéndolo en una capa roja para después agitarla con dirección al párroco que se encontraba en la vereda, sobre las gradas de la puerta principal de la iglesia. Luego se produjo un remolino que elevaba y bajaba al curita, haciéndolo rebotar cual pelota de jebe contra el suelo.  Las maldiciones y los conjuros   también hicieron su efecto paralizando a todas las personas que asustados miraban de las esquinas de la plaza. Hombres, mujeres y niños quedaron convertidos en estatuas en posiciones diversas y, aunque veían y escuchaban todo lo que sucedía, no podían mover un  solo dedo para auxiliar al buen pastor de su pueblo. No obstante, el curita, orando, muy concentrado, logró detenerse y levantar la cabeza   sin soltar, ni   por   un segundo, el crucifijo de la mano.

— ¡Atrás rey de los infiernos, Dios todopoderoso te lo ordena! —exclamó con la cara temerosa y compungida.

Satán, con más fuerza que la primera vez, movió la capa roja y la luz del día se tornó en lo más oscuro de la noche, siendo el demonio el único que brillaba como fierro caldeado, el único que saltaba entre risas y carcajadas de banca en banca.

—¡Yo  te  puedo  hacer  el  hombre  más  rico  y  poderoso  del universo —gritó de repente—, pero si te arrodillas, si me respetas y entregas tu alma!

—¡Calla maldito y lárgate de mi pueblo santo! —respondió el cura haciendo un esfuerzo extraordinario. Otra vez la manta roja se puso en movimiento y el ventarrón volvió más fuerte, llevando como una insignificante hojita seca al párroco, golpeándolo una y otra vez contra el portón de la iglesia, hasta que soltó el crucifijo y cayó sangrante sobre el frío cemento.

Satán  saltó,  mejor dicho  voló, desde   la  pileta  de  la  plaza  hasta  donde  se hallaba el cura y se dispuso a cortarle el cuello con sus filudas garras de hocino. El párroco lo miraba indefenso, resignado a morir sin poder salvar a su pueblo, sin poder salvarse ni siquiera el mismo. Cuando, de pronto, el portón de la iglesia se abrió de par en par y del fondo de la casa santa, una luz blanca y poderosísima   iluminó el ambiente y en medio de ella apareció el Santo agricultor con los brazos levantados y mirando al cielo, sin dar  mayor importancia al demonio.

Satán temblando salió disparado, como si hubiese recibido una fortísima patada en el trasero. Se escuchó después un alarido estremecedor que se perdió por entre los cerros, repitiéndose una y otra vez como un eco interminable. Los   habitantes y el curita quedaron atontados y el Santo, luego de mirarlos con ternura y cariño, ¡zaaasss!, como por ensalmo, les hizo olvidar todo, todo para que no sufrieran con ese recuerdo. Es  por eso que la gente hoy camina despreocupada, como antes, entre rezos y pecados, entre pecados y rezos.

¡¡¡ Ja,ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, j aja, ja, ja, ja ja…!!!

GLOSARIO:

(3) Coquear.- Masticar coca.

(4) Curita.- Párroco.

Publicado en la revista El Labrador 2017.

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